jueves, 22 de agosto de 2013

Proyecto 1: Carta suicida.

Apunto he estado de no comenzar con esta labor, pero me parecía inapropiado dejaros (a ti, Johanne, y al resto) sin deciros adiós. Sé que muchos llorarán, si es que aun me recuerdan y siguen escuchando mis grabaciones o deleitándose con mis quejidos operísticos. Pero tú no lo hagas. Sabes que mi camino se ha visto interceptado, quebrado, y me niego a seguir por el nuevo sendero que el Señor pueda tenerme planteado.
Hoy, 20 de agosto del 2013, he decidido abandonar la desdicha que llevo sufriendo desde estos tan largos trece meses, catorce días y creo que cuatro horas. Ya no aguanto más. Las horas son eternas y los paseos interminables. Y en toda esta eternidad me falta mi mayor compañera. Creo que nunca superaré esta falta, esta necesidad, este sinvivir en cada fragmento en los que se descomponen los quehaceres de la rutina humana. Lo necesito.
Era agónico, pero, ahora, no es nada...
¿He olvidado acaso ya cada sonido? ¿Qué clase de gozoso ruido emergía de la cerradura de nuestro primer apartamento al girar la llave a trompicones mientras intentaba abrir la puerta , dificultado por los besos que me dabas? ¿Cómo era el ladrido de Ted? ¿Suave? ¿O era áspero? ¿Cuál de todos los peldaños de madera de la escalera de caracol, esa que tenemos en el salón, era el que crujía? ¿Cómo desafinaba el do central de mi Petrof? ¿Y tu Fender, la misma que te regalé el día que decidimos comprometernos? ¿Y nuestra Maria Callas?
Y lo peor es no haber olvidado el tremendo estruendo, surgido desde las profundidades de la desdicha, el terror, el pánico y el averno, que me arrebató lo más preciado de mis posesiones; mi audición. Sigue sonando en mis pesadillas, ese rugido de dragón, ese grito de gorgona, esa explosión que fragmentó mis tímpanos, convirtiéndolos en los vestigios inutilizables e inservibles que son ahora.
Ay, Joh... ¿cuántas lágrimas has tenido que soportar? Y lo que es peor, ¿cuántos silencios?
Lo primero que vi tras despertarme de aquel breve coma de dos días –ojalá hubiera sido el punto final de mi biografía y no tan solo unos puntos suspensivos, abriéndonos ahorrado este calvario- fue tu cara, dormida e imberbe, sobre mi pecho. Fui incapaz de despertarte, me quedé paralizado, seguía incapacitado por el traumatismo del accidente y quizá, por la reconfortante belleza de tu rostro dormido, o por el efecto de los calmantes y la morfina, caí de nuevo en un profundo sueño reparador. Me encantaría escribir que lo que me despertó de este segundo descanso fue tu voz grave, producto de los numerosos cigarrillos Chesterfield que fumas durante la jornada, los mismos que me encantaba verte fumar mientras yo tocaba en el Petrof. Sin embargo, lo que me trajo de vuelta fue tu agitado zarandear, mientras asustado gesticulabas en exceso con tus labios hacia el exterior de la habitación. Fue entonces cuando la penumbra se adueñó de nuestras vidas. En aquel momento mi corazón dejó de latir, el metafísico, pues el músculo dichoso quiso continuar de forma vigorosa, impidiéndome acabar con mi historia.
Me miro al espejo y siento pena por ti. ¡Cuánta fealdad hay en mi rostro! ¡Qué huraño y agnóstico me he vuelto! Yo que solía ser soñador... Hace varios días que no tomo un baño, y cosa de semanas que no decido arreglar un poco mi aspecto exterior. ¿Se habrá muerto con mi alma? Solías decirme que te encantaba mi forma de escoger cuatro trapos, juntarlos de forma graciosa, juguetona, casual pero a la vez formal. Presumías siempre que íbamos a comer con tus compañeros de trabajo a Casina Di Rose, tras un par de vinos tintos, de lo afortunado que habías sido al encontrar un marido que irradiaba tanta belleza. Ahora me ruegas que me arregle un poco, para salir a tomar aunque sea unas cervezas en el bar cutre de la esquina.
¿Por qué no me has dejado, si ya no soy el mismo? Ya no río, pues odio no oír mi risa. Ya no canto, pues ni sé que nota estoy afinando. Apenas hacemos el amor, pues el no oírte gemir, no poder escuchar nuestras respiraciones entrecortadas, actúa como el mayor anafrodisiaco.
¡Cuantísimo lloré cuando intentamos hacerlo once –o quizá doce- días después de salir del hospital! Me parecía ridículo, pues en mi trastornada mente parecíamos dos integrantes de un filme pornográfico mudo. Recordé los primeros ''vídeos x'' que veía a escondidas para que ninguno de los miembros de mi familia supiera que obscenos asuntos me traía entre las manos. Recuerdo que grité y grité, y te pedí gritar aun más, en un vano y absurdo intento de poder apreciar, aunque fuese, las vibraciones de nuestras voces. No pudimos acabar.
Johanne, tú te mereces algo mejor, y yo...
He conseguido hacerme con tres botes de Largactil de 100 miligramos. No ha sido fácil, pero con dinero todo es posible, y según me he informado, esta cantidad es más que suficiente para la muerte. Aun no he empezado a tomármelas, pues temía que tras su efecto, las palabras no brotaran, y hazme caso que ya de por sí solas no lo están haciendo.
Soy cobarde hasta para efectuar mi muerte. Llevo muchos meses pensando como hacerlo, tanto en los ataques apasionados como en los silencios y petrificantes, siempre cavilando las consecuencias, las ventajas y desventajas. Sé que viviendo en un dúplex que se encuentra en una trigésima cuarta planta, lo más efectivo sería subirme al poyete de nuestra luminosa terraza y saltar al vacío, pero ¿acaso tendría valor como para poder alzar mi pierna derecha, que en esa situación sé perfectamente que no respondería, pues se fijaría al suelo con un violento temblar? ¿Y tendría fuerzas suficientes como para arrojarme al asfalto? Sabemos bien que no. ¿Y cómo ser capaz de presionar con firmeza algún objeto punzante sobre el lugar exacto donde se ubica el recorrido de mis venas, cuando no puedo ni acercarme un cuchillo al dedo? Esta es la única opción posible, ya que no tengo tanta desfachatez como para pedirte dispararme con cualquier revolver a la sien.
Llevamos juntos desde el comienzo. Tuyas fueron las primeras rosas que llenaron los primeros cuartuchos destartalados que servían de mis camerinos, tuyas las primeras congratulaciones y los más sinceros elogios tras mi primer actuación haciendo el papel de Calaf en nuestra obra favorita de Puccini. Decías que tras aquella noche, al final de la ópera, además de vencer y ganar el corazón de la princesa Turandot, también conquisté tu amor. Y aquella noche si que hicimos el amor, Joh... Y el año que le continuó fue maravilloso. Tú viste realizar mis sueños, alcanzar mis metas, imponerme nuevas que siempre había creído inalcanzables. Poco a poco, mi voz fue llenando teatros y teatros, y tú siempre conseguías hacer hueco, para verme siempre desde la butaca número 32, costase lo que constase, ya que sentado en ese número, me viste actuar por primera vez, y ese fue el número de rosas que me regalaste aquella noche. ¿No es cierto que en una ocasión llegaste a arrancar el número del asiento e intercambiarlo por el tuyo, ya que no te había sido posible comprarlo? Siempre te ha encantado encandilarme con esa sangre galán, caballeresca y cortés que corre en ti, con cada gesto que de forma involuntaria realizas, con cada elogio que me profesas... Has logrado que cada día fuera único, y esa magia es la que me mata tan vilmente...
Están empezando a caer algunas gotas. Últimamente no ha parado de llover , lo cual ha aumentado mi ya muy alto nivel de estado depresivo-autodestructivo. Me viene en mente aquel día cuando iba a visitar a mi madre, acercándome a la esquina de la Constitution Square, esa que tiene la escultura en bronce que tanto me gusta, la de silla con pipa y tabaco del cuadro de Van Gogh , cuando empezó a tronar. En un principio tan solo vi una resplandor, no reaccione en absoluto, no con el primero. Al instante que le continuó, comenzó a caer una lluvia muy fina, casi efímera, a la que prosiguió una lluvia torrencial. Tuve que refugiarme bajo la techumbre del primer edificio que vi. Fue en ese momento cuando ya reaccione, y esta vez desmesuradamente. Las lágrimas habían comenzado a aflorar al mismo ritmo de la lluvia. Lloraba, y lloraba más. Cuando la vista captó el transcurso del agua, mi piel sintió el frío de la lluvia y mi nariz olfateó el olor de las calles mojadas, todos mis sentidos fueron consciente del gran vacío que había dejado su amigo, el oído. ¿Cómo podía no oír la perfecta armonía, el perfecto ritmo acelerado de la lluvia torrencial impactando contra el suelo? ¿Cómo podía haber olvidado que acompañado de esa melodía las redes del destino cruzaron nuestros senderos? Apenas había salido del hospital siete u ocho días antes, y aun no había asimilado mi nueva condición de sordo. Después de hora y cuarto, te llamé al móvil, imbécil de mí, comencé a hablar y hablar, tanto como me permitían mis sollozos y mi ansiedad. Esperaba una respuesta, pero obviamente no tenías forma de darme constancia de tus palabras, no a un impedido acústico como yo. Sin embargo llegaste a mí en veintitrés minutos, segundos arriba, segundos abajo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario