Apunto
he estado de no comenzar con esta labor, pero me parecía inapropiado
dejaros (a ti, Johanne, y al resto) sin deciros adiós. Sé que
muchos llorarán, si es que aun me recuerdan y siguen escuchando mis
grabaciones o deleitándose con mis quejidos operísticos. Pero tú
no lo hagas. Sabes que mi camino se ha visto interceptado, quebrado,
y me niego a seguir por el nuevo sendero que el Señor pueda tenerme
planteado.
Hoy,
20 de agosto del 2013, he decidido abandonar la desdicha que llevo
sufriendo desde estos tan largos trece meses, catorce días y creo
que cuatro horas. Ya no aguanto más. Las horas son eternas y los
paseos interminables. Y en toda esta eternidad me falta mi mayor
compañera. Creo que nunca superaré esta falta, esta necesidad, este
sinvivir en cada fragmento en los que se descomponen los quehaceres
de la rutina humana. Lo necesito.
Era
agónico, pero, ahora, no es nada...
¿He
olvidado acaso ya cada sonido? ¿Qué clase de gozoso ruido emergía
de la cerradura de nuestro primer apartamento al girar la llave a
trompicones mientras intentaba abrir la puerta , dificultado por los
besos que me dabas? ¿Cómo era el ladrido de Ted? ¿Suave? ¿O era
áspero? ¿Cuál de todos los peldaños de madera de la escalera de
caracol, esa que tenemos en el salón, era el que crujía? ¿Cómo
desafinaba el do central de mi Petrof? ¿Y tu Fender, la misma que
te regalé el día que decidimos comprometernos? ¿Y nuestra Maria
Callas?
Y lo
peor es no haber olvidado el tremendo estruendo, surgido desde las
profundidades de la desdicha, el terror, el pánico y el averno, que
me arrebató lo más preciado de mis posesiones; mi audición. Sigue
sonando en mis pesadillas, ese rugido de dragón, ese grito de
gorgona, esa explosión que fragmentó mis tímpanos, convirtiéndolos
en los vestigios inutilizables e inservibles que son ahora.
Ay,
Joh... ¿cuántas lágrimas has tenido que soportar? Y lo que es
peor, ¿cuántos silencios?
Lo
primero que vi tras despertarme de aquel breve coma de dos días
–ojalá hubiera sido el punto final de mi biografía y no tan solo
unos puntos suspensivos, abriéndonos ahorrado este calvario- fue tu
cara, dormida e imberbe, sobre mi pecho. Fui incapaz de despertarte,
me quedé paralizado, seguía incapacitado por el traumatismo del
accidente y quizá, por la reconfortante belleza de tu rostro
dormido, o por el efecto de los calmantes y la morfina, caí de nuevo
en un profundo sueño reparador. Me encantaría escribir que lo que
me despertó de este segundo descanso fue tu voz grave, producto de
los numerosos cigarrillos Chesterfield que fumas durante la jornada,
los mismos que me encantaba verte fumar mientras yo tocaba en el
Petrof. Sin embargo, lo que me trajo de vuelta fue tu agitado
zarandear, mientras asustado gesticulabas en exceso con tus labios
hacia el exterior de la habitación. Fue entonces cuando la penumbra
se adueñó de nuestras vidas. En aquel momento mi corazón dejó de
latir, el metafísico, pues el músculo dichoso quiso continuar de
forma vigorosa, impidiéndome acabar con mi historia.
Me
miro al espejo y siento pena por ti. ¡Cuánta fealdad hay en mi
rostro! ¡Qué huraño y agnóstico me he vuelto! Yo que solía ser
soñador... Hace varios días que no tomo un baño, y cosa de semanas
que no decido arreglar un poco mi aspecto exterior. ¿Se habrá
muerto con mi alma? Solías decirme que te encantaba mi forma de
escoger cuatro trapos, juntarlos de forma graciosa, juguetona, casual
pero a la vez formal. Presumías siempre que íbamos a comer con tus
compañeros de trabajo a Casina Di Rose, tras un par de vinos tintos,
de lo afortunado que habías sido al encontrar un marido que
irradiaba tanta belleza. Ahora me ruegas que me arregle un poco, para
salir a tomar aunque sea unas cervezas en el bar cutre de la esquina.
¿Por
qué no me has dejado, si ya no soy el mismo? Ya no río, pues odio
no oír mi risa. Ya no canto, pues ni sé que nota estoy afinando.
Apenas hacemos el amor, pues el no oírte gemir, no poder escuchar
nuestras respiraciones entrecortadas, actúa como el mayor
anafrodisiaco.
¡Cuantísimo
lloré cuando intentamos hacerlo once –o quizá doce- días después
de salir del hospital! Me parecía ridículo, pues en mi trastornada
mente parecíamos dos integrantes de un filme pornográfico mudo.
Recordé los primeros ''vídeos x'' que veía a escondidas para que
ninguno de los miembros de mi familia supiera que obscenos asuntos me
traía entre las manos. Recuerdo que grité y grité, y te pedí
gritar aun más, en un vano y absurdo intento de poder apreciar,
aunque fuese, las vibraciones de nuestras voces. No pudimos acabar.
Johanne,
tú te mereces algo mejor, y yo...
He
conseguido hacerme con tres botes de Largactil de 100 miligramos. No
ha sido fácil, pero con dinero todo es posible, y según me he
informado, esta cantidad es más que suficiente para la muerte. Aun
no he empezado a tomármelas, pues temía que tras su efecto, las
palabras no brotaran, y hazme caso que ya de por sí solas no lo
están haciendo.
Soy
cobarde hasta para efectuar mi muerte. Llevo muchos meses pensando
como hacerlo, tanto en los ataques apasionados como en los silencios
y petrificantes, siempre cavilando las consecuencias, las ventajas y
desventajas. Sé que viviendo en un dúplex que se encuentra en una
trigésima cuarta planta, lo más efectivo sería subirme al poyete
de nuestra luminosa terraza y saltar al vacío, pero ¿acaso tendría
valor como para poder alzar mi pierna derecha, que en esa situación
sé perfectamente que no respondería, pues se fijaría al suelo con
un violento temblar? ¿Y tendría fuerzas suficientes como para
arrojarme al asfalto? Sabemos bien que no. ¿Y cómo ser capaz de
presionar con firmeza algún objeto punzante sobre el lugar exacto
donde se ubica el recorrido de mis venas, cuando no puedo ni
acercarme un cuchillo al dedo? Esta es la única opción posible, ya
que no tengo tanta desfachatez como para pedirte dispararme con
cualquier revolver a la sien.
Llevamos
juntos desde el comienzo. Tuyas fueron las primeras rosas que
llenaron los primeros cuartuchos destartalados que servían de mis
camerinos, tuyas las primeras congratulaciones y los más sinceros
elogios tras mi primer actuación haciendo el papel de Calaf en
nuestra obra favorita de Puccini. Decías que tras aquella noche, al
final de la ópera, además de vencer y ganar el corazón de la
princesa Turandot, también conquisté tu amor. Y aquella noche si
que hicimos el amor, Joh... Y el año que le continuó fue
maravilloso. Tú viste realizar mis sueños, alcanzar mis metas,
imponerme nuevas que siempre había creído inalcanzables. Poco a
poco, mi voz fue llenando teatros y teatros, y tú siempre conseguías
hacer hueco, para verme siempre desde la butaca número 32, costase
lo que constase, ya que sentado en ese número, me viste actuar por
primera vez, y ese fue el número de rosas que me regalaste aquella
noche. ¿No es cierto que en una ocasión llegaste a arrancar el
número del asiento e intercambiarlo por el tuyo, ya que no te había
sido posible comprarlo? Siempre te ha encantado encandilarme con esa
sangre galán, caballeresca y cortés que corre en ti, con cada gesto
que de forma involuntaria realizas, con cada elogio que me
profesas... Has logrado que cada día fuera único, y esa magia es la
que me mata tan vilmente...
Están
empezando a caer algunas gotas. Últimamente no ha parado de llover ,
lo cual ha aumentado mi ya muy alto nivel de estado
depresivo-autodestructivo. Me viene en mente aquel día cuando iba a
visitar a mi madre, acercándome a la esquina de la Constitution
Square, esa que tiene la escultura en bronce que tanto me gusta, la
de silla con pipa y tabaco del cuadro de Van Gogh , cuando empezó a
tronar. En un principio tan solo vi una resplandor, no reaccione en
absoluto, no con el primero. Al instante que le continuó, comenzó a
caer una lluvia muy fina, casi efímera, a la que prosiguió una
lluvia torrencial. Tuve que refugiarme bajo la techumbre del primer
edificio que vi. Fue en ese momento cuando ya reaccione, y esta vez
desmesuradamente. Las lágrimas habían comenzado a aflorar al mismo
ritmo de la lluvia. Lloraba, y lloraba más. Cuando la vista captó
el transcurso del agua, mi piel sintió el frío de la lluvia y mi
nariz olfateó el olor de las calles mojadas, todos mis sentidos
fueron consciente del gran vacío que había dejado su amigo, el
oído. ¿Cómo podía no oír la perfecta armonía, el perfecto ritmo
acelerado de la lluvia torrencial impactando contra el suelo? ¿Cómo
podía haber olvidado que acompañado de esa melodía las redes del
destino cruzaron nuestros senderos? Apenas había salido del hospital
siete u ocho días antes, y aun no había asimilado mi nueva
condición de sordo. Después de hora y cuarto, te llamé al móvil,
imbécil de mí, comencé a hablar y hablar, tanto como me permitían
mis sollozos y mi ansiedad. Esperaba una respuesta, pero obviamente
no tenías forma de darme constancia de tus palabras, no a un
impedido acústico como yo. Sin embargo llegaste a mí en veintitrés
minutos, segundos arriba, segundos abajo.
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