domingo, 28 de octubre de 2012

Casta Diva.


Las estrellas y el resto de astros y constelaciones giran a tu alrededor, oh, amada Reina. Ellas saltan, brillan y bailotean en el negro ocaso, intentando entretenerle mientras descansa sentada tras la ventana.
El pueblo la idolatra. Todos buscamos la forma de sacarle una sonrisa con los fuegos artificiales que  cada noche hacemos estallar para que iluminen de colores el  anochecer en su honor. Y todos gritamos: ¡Viva nuestra Señora! ¡Amada es nuestra Dona!
¿Qué le ocurre, Diva del Mundo? ¿Quién le arrebató la alegría de vivir y la dejó sumida en la cárcel de penitencia y dolor en la que ahora, melancólica, se halla?
Las rosas y lirios adornan su jardín y los conejos y ardillas corretean para el júbilo de su Majestad. La creación fue tan solo el regalo que Dios, maravillado al verla, creó inspirado por su bellísima voz y su bel canto.
¿Quién le ha robado las flores, despojándola del aroma y la fragancia que éstas creaban para vos? ¿Cuándo volveremos a oír en el palacio los sublimes sonidos de su cantar y no los despedazadores quejidos de su llorar?
Oh, Casta Diva, no nos deje caer en la desesperación y libérenos  de este profundo pesar que su pueblo sufre al verla desfallecer.
Oh, Casta Diva, no cometa la aberración de realizar el mayor atentado que la libertad divina nos ha otorgado. No abandone su cuerpo… ¡qué éste no sea corrompido por los gusanos que no merecen tocar su blanca piel!
Despierte, Princesa de ensueño, y descubra cuan fantástico el mundo es.

viernes, 19 de octubre de 2012

La última Ave.


En aquella triste sala, vacía y gris, guardaban mis despojos. Todos mis seres queridos estaban reunidos con las caretas que la muerte, a la entrada, les había repartido. Sonrisas irónicas durante el funeral y lágrimas furtivas que nada expresan de los sentimientos que tal vez llegaron a albergar hacia mí.
Esperan, con llamas en los ojos, para ver mi cuerpo consumido por el fuego, que arrasa todos los vestigios de mi armadura mortal. Y desean ver mis extremidades aladas arder, en una mezcla de gore y dolor.
Y yo, latente, pero vivo, disfruto del teatro creado por Hades, gozando de las altas temperaturas que mi cuerpo, de Ave Fénix, puede llegar a sobrevivir.
Y yo, indoloro, insonoro, voy ardiendo, quemando todo recuerdo, abrasando toda antigua canción, destruyendo las yemas que albergaba mi cuerpo. Poco a poco, la carne viva, rojiza, se torna negra, chamuscada. Y en unos instantes tan solo soy polvo.
Observo la marcha fúnebre desde un plano cenital, desde las alturas donde, cuando vivía, solía estar. Tan solo espero al momento adecuado para resurgir de mis cenizas, como tan solo unos pocos podemos hacer. Y, una vez hecho, abriré las alas, bajo las miradas de los dramáticos invitados asombrados de las llamas causadas por estas, y volaré, tornando el cielo en un sangriento atardecer.

domingo, 14 de octubre de 2012

Requiem aeternam.


Cuarenta años lleva el reino en guerra contra distintos pueblos. Fuimos destruidos por la capital del Mundo Antiguo, fuimos derrotados por los celtas de los pueblos bárbaros del norte, perecieron nuestros hermanos con la batalla más corta que tuvimos y, ahora, el reino es arrasado por un antiguo pueblo amigo, que tras un período de paz, atacó sin avisar.
Los niños pasan hambre, y yo, Señor de los Señores, rey de los vascones, sufro el lamento de mi pueblo. Mi honor quedó mancillado tras estos cuarenta años de dolor, pues un mal líder fui, soy y seré. No me quedan fuerzas para batallar, mi armadura está oxidada y los sabios ancianos recomiendan mi rendición. Escribo mis memorias en los momentos antes de la desolación total, y mi carta a un lector desconocido, mi último adiós, mi última reflexión, queda plasmada para la generación de nuevos reyes, a los que les pido que fortalezcan sus murallas y ataquen sin piedad.
Algunos me aconsejaron despertar a la bestia que habita en las cavernas de las profundidades, para que se uniera a nuestra lucha y acabar con los atacantes invasores que van directos a por el corazón de palacio. Yo difiero, ya que luego la bestia nos atacaría a nosotros, dándose la destrucción del alma de mi gente.
Así que acudo a la única vía de escape posible, la única que me devolverá mi honor intacto, como el viejo tesoro que tuve algún tiempo atrás. ¿Cómo perecer de la forma más rápida posible? ¿Cómo abandonar la armadura y dejar el cuerpo en la laguna de los sin vida?
Bendita locura que nos lleva a la muerte, bendito raciocinio que sentencia mi final. En mi trono acabo con mi vida, con la dosis exacta para morir con la cabeza bien alta. Requiem aeternam dona eis, Domine. Amen.

lunes, 8 de octubre de 2012

Los navegantes del mar Egeo


Las olas no apaciguan. Entre ellas me encuentro, entre sus fluidos salados, perdido entre las sirenas, dramáticas cantantes de mi melodrama. Y las olas me llevan, de isla en isla, buscando poblaciones de seres que, como yo, incompletos, la búsqueda emprendieron.
El oleaje me lleva, el oleaje me lava y, mojado, con las yemas arrugadas, las lágrimas esconde. ¡Oh, Zeus! ¿A dónde lleva el destino de los mortales a los que pertenezco? ¿Dónde termina el oleaje y empieza la calma? Y al oleaje le grito, llevándose mi intenso dolor a otras mareas, donde otros navegantes oyen mis lamentos, al igual que a mí llegan los suyos.
Y las criaturas del mar me acarician en los pocos ratos de somnolencia, donde mi cuerpo, víctima de la tormenta interminable, se derrumba entre los maremotos de la naturaleza muerta, asesinada por los dioses a los que suplico.
¡Oh, Zeus! ¿Por qué nos condenaste a vivir en este mundo lleno de terrible sufrimiento y enfermedades? ¿Y por qué nos obligaste a vivir, y a ser libres?
Y sigo en mi concha, saliendo algunas veces para buscar alimento, restos de viajeros que perecieron, o los excrementos de los banquetes de los ricos amantes que feliz viven. Y en mi concha me quedo, aferrándome a sus rugosas paredes, que me protegen de los choques de las mareas.
Y mientras siga este apocalíptico oleaje, mi corazón estará enjaulado, con aquel ladrón de corazones, aquellos robadores del amor y del alma, que me convirtieron en lo que soy, el ermitaño viajero, sin amantes ni marineros, que busca y busca y no encuentra nada.