lunes, 8 de octubre de 2012

Los navegantes del mar Egeo


Las olas no apaciguan. Entre ellas me encuentro, entre sus fluidos salados, perdido entre las sirenas, dramáticas cantantes de mi melodrama. Y las olas me llevan, de isla en isla, buscando poblaciones de seres que, como yo, incompletos, la búsqueda emprendieron.
El oleaje me lleva, el oleaje me lava y, mojado, con las yemas arrugadas, las lágrimas esconde. ¡Oh, Zeus! ¿A dónde lleva el destino de los mortales a los que pertenezco? ¿Dónde termina el oleaje y empieza la calma? Y al oleaje le grito, llevándose mi intenso dolor a otras mareas, donde otros navegantes oyen mis lamentos, al igual que a mí llegan los suyos.
Y las criaturas del mar me acarician en los pocos ratos de somnolencia, donde mi cuerpo, víctima de la tormenta interminable, se derrumba entre los maremotos de la naturaleza muerta, asesinada por los dioses a los que suplico.
¡Oh, Zeus! ¿Por qué nos condenaste a vivir en este mundo lleno de terrible sufrimiento y enfermedades? ¿Y por qué nos obligaste a vivir, y a ser libres?
Y sigo en mi concha, saliendo algunas veces para buscar alimento, restos de viajeros que perecieron, o los excrementos de los banquetes de los ricos amantes que feliz viven. Y en mi concha me quedo, aferrándome a sus rugosas paredes, que me protegen de los choques de las mareas.
Y mientras siga este apocalíptico oleaje, mi corazón estará enjaulado, con aquel ladrón de corazones, aquellos robadores del amor y del alma, que me convirtieron en lo que soy, el ermitaño viajero, sin amantes ni marineros, que busca y busca y no encuentra nada.

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