Las olas no
apaciguan. Entre ellas me encuentro, entre sus fluidos salados, perdido entre
las sirenas, dramáticas cantantes de mi melodrama. Y las olas me llevan, de
isla en isla, buscando poblaciones de seres que, como yo, incompletos, la búsqueda
emprendieron.
El oleaje me lleva,
el oleaje me lava y, mojado, con las yemas arrugadas, las lágrimas esconde.
¡Oh, Zeus! ¿A dónde lleva el destino de los mortales a los que pertenezco?
¿Dónde termina el oleaje y empieza la calma? Y al oleaje le grito, llevándose
mi intenso dolor a otras mareas, donde otros navegantes oyen mis lamentos, al
igual que a mí llegan los suyos.
Y las criaturas del
mar me acarician en los pocos ratos de somnolencia, donde mi cuerpo, víctima de
la tormenta interminable, se derrumba entre los maremotos de la naturaleza
muerta, asesinada por los dioses a los que suplico.
¡Oh, Zeus! ¿Por qué
nos condenaste a vivir en este mundo lleno de terrible sufrimiento y
enfermedades? ¿Y por qué nos obligaste a vivir, y a ser libres?
Y sigo en mi
concha, saliendo algunas veces para buscar alimento, restos de viajeros que
perecieron, o los excrementos de los banquetes de los ricos amantes que feliz
viven. Y en mi concha me quedo, aferrándome a sus rugosas paredes, que me
protegen de los choques de las mareas.
Y mientras siga
este apocalíptico oleaje, mi corazón estará enjaulado, con aquel ladrón de
corazones, aquellos robadores del amor y del alma, que me convirtieron en lo
que soy, el ermitaño viajero, sin amantes ni marineros, que busca y busca y no
encuentra nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario